jueves, 30 de abril de 2015

Plaza del mercado: Paloquemao

Entre aromas y colores, sabores y montones. Seis escalones de cemento que te adentran en el mundo de lo abstracto, lo puro, lo vital: el mundo del mercado, del comercio. Suelo pavimentado y techo que cae en forma de triángulo con placas de uralita, unas transparentes, otras más opacas. Es difícil fijarse con el resto del panorama que tengo ante mis ojos.

Tres pasillos a lo largo, tres caminos de alegría para la vista y placer para la olfato. 
Frutas, muchas frutas. Verduras, muchas verduras. Plantas aromáticas sin explicación. La ignorancia de saber qué tengo ante mis ojos y la antipatía de la señora a la que le pregunto me empuja a seguir hacia delante, con múltiples dudas, pero sí con la variedad de olores en mi nariz.

De repente llegan ráfagas de olor inmundo. A muerto, a carne seca. Se estrecha el pasillo y entro en un callejón al que le veo poca salida. Pasillo de vitrinas con lenguas de vaca, pezuñas de toros, de cerdos… Carne y más carne, y con la nariz tapada, no veo el final. Tras el olor a muerto, huele a cementerio. Pero ahora son flores. Salgo del blanco, rosado y rojo de la carne para sumergirme de nuevo en la variedad de colores de sus hojas. Cubos con pétalos de rosas desmigados ¿para qué?, cubos con margaritas y tulipanes. Macetas y plantas que parecen de mentira. Me pregunto si yo me la llevara a casa cuánto me duraría en las mismas condiciones. Seguro que nada. O mis manos, o el microclima al que acostumbran. Paloquemao es otro mundo.

Oigo una gallina y sigo el paso. De repente, un apartado exclusivo para su venta. En jaulas, ocho o diez por cada una. Gallos, pollos y gallinas. También venden huevos, pero nada que ver con los que hay unos cuantos pasillos más hacia delante. De ocho variedades y de doscientos pesos de diferencia entre cada uno. Blancos y color carne. Grandes y pequeños. También de codorniz.

De frente casi, hay dulces, variedad de dulces. Bolsas grandes de azúcar con formas que atraen por sus colores. También bártulos de cocina. Cacharros. Desechables. Harina. Me pierdo entre tanto barullo de trastos. Ya ni me acuerdo de lo que venía buscando. Hago un alto para almorzar. Puestos con no demasiada buena pinta, pero que me recuerdan donde estoy, es Colombia, querida. Sillas de colores y mesas alargadas para compartir. Corrientazo. Como con la curiosidad de probar, pero con el escrúpulo de ver las condiciones en las que se cocina. El postre prefiero tomarlo dentro. Fruta natural, si algo tengo, es para elegir.

Pasadas las tres, encarnada en productos las calles de la gama pantone, resultan algo desoladoras. Recogen. Con una voz leve, y una mirada cansada, al paso que marcho me invitan a hacerle los últimos ingresos del día. En tan solo unas horas, volverán a montar para desmontar. 
Y mañana también. 
Y pasado. 

Y al otro.








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