Entre
aromas y colores, sabores y montones. Seis escalones de cemento que te adentran
en el mundo de lo abstracto, lo puro, lo vital: el mundo del mercado, del
comercio. Suelo pavimentado y techo que cae en forma de triángulo con placas de
uralita, unas transparentes, otras más opacas. Es difícil fijarse con el resto
del panorama que tengo ante mis ojos.
Tres
pasillos a lo largo, tres caminos de alegría para la vista y placer para la
olfato.
Frutas,
muchas frutas. Verduras, muchas verduras. Plantas aromáticas sin
explicación. La ignorancia de saber qué tengo ante mis ojos y la antipatía de
la señora a la que le pregunto me empuja a seguir hacia delante, con múltiples
dudas, pero sí con la variedad de olores en mi nariz.
De
repente llegan ráfagas de olor inmundo. A muerto, a carne seca. Se estrecha el
pasillo y entro en un callejón al que le veo poca salida. Pasillo de vitrinas
con lenguas de vaca, pezuñas de toros, de cerdos… Carne y más carne, y con la
nariz tapada, no veo el final. Tras el olor a muerto, huele a cementerio. Pero
ahora son flores. Salgo del blanco, rosado y rojo de la carne para sumergirme
de nuevo en la variedad de colores de sus hojas. Cubos con pétalos de rosas
desmigados ¿para qué?, cubos con margaritas y tulipanes. Macetas y plantas que
parecen de mentira. Me pregunto si yo me la llevara a casa cuánto me duraría en
las mismas condiciones. Seguro que nada. O mis manos, o el microclima al que
acostumbran. Paloquemao es otro mundo.
Oigo
una gallina y sigo el paso. De repente, un apartado exclusivo para su venta. En
jaulas, ocho o diez por cada una. Gallos, pollos y gallinas. También venden
huevos, pero nada que ver con los que hay unos cuantos pasillos más hacia
delante. De ocho variedades y de doscientos pesos de diferencia entre cada uno.
Blancos y color carne. Grandes y pequeños. También de codorniz.
De
frente casi, hay dulces, variedad de dulces. Bolsas grandes de azúcar con
formas que atraen por sus colores. También bártulos de cocina. Cacharros.
Desechables. Harina. Me pierdo entre tanto barullo de trastos. Ya ni me acuerdo
de lo que venía buscando. Hago un alto para almorzar. Puestos con no demasiada
buena pinta, pero que me recuerdan donde estoy, es Colombia, querida. Sillas de
colores y mesas alargadas para compartir. Corrientazo. Como con la curiosidad
de probar, pero con el escrúpulo de ver las condiciones en las que se cocina.
El postre prefiero tomarlo dentro. Fruta natural, si algo tengo, es para elegir.
Pasadas
las tres, encarnada en productos las calles de la gama pantone, resultan algo
desoladoras. Recogen. Con una voz leve, y una mirada cansada, al paso que
marcho me invitan a hacerle los últimos ingresos del día. En tan solo unas
horas, volverán a montar para desmontar.
Y
mañana también.
Y
pasado.
Y
al otro.
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