lunes, 29 de junio de 2015

Santiago y César; una sola persona y dos vidas

Santiago es de Nariño, un departamento con orillas en el Pacífico, o era. Hace años que no vuelve. La última, cuando falleció su madre hace bastante más de una década. Tardaba dos días en flota hasta llegar allá. Decidió salir de su ciudad natal porque no tenía familia (a pesar de su madre) ni recursos. En Cali se casó y tuvo un hijo. Por infidelidad, volvió a emigrar. 

Llegó a Girardot donde montó su propio negocio. Una sastrería donde poco a poco fue siendo más conocido hasta conseguir tres contratos. El primero, con el alcalde. Él mismo y con sus propias manos hacía los trajes del mandamás del pueblo. Fue a través del alcalde que consiguió los otros dos: vestía a los niños de dos colegios diferentes. Una vida estable, con su negocio y vivienda a las traseras, sus ingresos, sus amigos y, en aquella ciudad, un clima favorable para la hipertensión que padecía. Más que nada, equilibrio y comodidad en su día a día. Con el paso del tiempo su hijo lo reclamó pero él no quiso saber nada; le contó la verdad sobre su madre y el despecho no dio lugar a segundas oportunidades. Ni siquiera para él.

Fue en 2001 cuando empieza a nacer César, pero no sería consciente hasta diez años después. En aquel primer año del nuevo siglo contrae el ‘dengue’. La transfusión sanguínea necesaria para terminar de superar aquella fiebre hemorrágica le contagió el VIH convirtiéndolo en el César que es ahora. El César con sida que vive en una finca a las afueras de Silvania. Una casita en zona repleta de vegetación y un santuario de una Virgen en cuyos pies se encuentran dos surcos tapados por dos maceteros de barro y hormigas; bajo ellos, cenizas de compañeros que ya han muerto. El César es un viejo que no hace nada según los demás integrantes que, en la misma situación que él, viven en la casa que les facilita la Fundación Eudes. Pero la profundidad de sus ojos y su voz firme me transmite confianza, seguridad, lealtad… Hace la comida 4 veces por semana y es el único que se levanta por la mañana temprano para fregar el porche y limpiar parte de la casa, me cuenta.

El Santi de antes –como él siempre dice para referirse a cualquier hecho de su pasado-, en sus primeros tiempos fue cristiano católico; pero ahora y desde que tiene treinta años, pertenece a los Mormones. Dice que la religión son como las mujeres. Te enamoras y de desenamoras. Mientras me enseña sus templos en la revistas que cada mes le llegan y colecciona, tiene una necesidad y sale corriendo al baño. Minutos antes, mientras me enseñaba las pastillas que tomaba al día, contaba que con el virus se está mucho tiempo sentado en el trono blanco del uvedoble-ce.

Aprovecho entonces para ir en búsqueda de los otros cuatro integrantes de la casa, a ver qué cuentan. Pero entonces llega de nuevo y me reclama. Santiago César quiere seguir hablando de la vida. Y yo, atenta y entusiasmadamente, lo escucho. Nos sentamos en la esquina del porche, frente a frente, y nos acompaña el perro sin ojo de la casa que hay unos metros más arriba.

Prefiero callarme y esperar a que hable. Tiene muchas cosas que decir y yo que escuchar. Paciente lo miro esperando que vuelva a abrir por él mismo la boca. “Cuando era Santi vivía bien, ahora soy pobre”. 

En la iglesia a la que asiste domingo tras domingo, la de los mormones que hay en Fusagasugá –o Fusa como él lo llama –le dieron un papel con una frase que él recuerda literal ¿Qué necesitas?. Ni ropa, ni comida, sino dinero para poder asistir a las revisiones del médico, e ir a orar el día del Señor, respondió. Y así fue. Desde entonces cuenta con 50.000 pesos al mes (20 euros aproximadamente) para el transporte. Con respecto a la ropa le toca olvidarse de lo que tuvo, de lo que hizo y de lo que fue; ahora se conforma con los polos que le borda la señora que le paga el seguro mortuorio y demás trapos que le llevan donantes. Y con la comida no tiene queja, aparte de los voluntarios, la fundación le hace mercado casi quincenal no para que no les falte de nada, pero sí lo menos posible.

Diez años más tarde de aquella transfusión, un día cualquiera pero sin saber que no habría más cualquieras como aquel, calló desplomado al suelo. Cuando despertó, estaba en la clínica y fue entonces cuando le confirmaron lo que tenía. A Santi lo dieron por muerto. Estuvo 14 meses en la cama del hospital y cuando salió lo había perdido todo. El dueño del local en el que trabajaba y vivía vendió todas sus pertenencias y fue el que corrió la voz sobre su fallecimiento. 

César ha sido también susto y sueño. Cuando lo encontraba cualquier amigo o conocido llegaron a decirle con lágrimas en los ojos que habían asistido a misas en su nombre. Nunca le dio por reclamarle nada al señor que le robó su vida. Se ha cruzado varias veces con él pero, como nadie, ha aguantado las ganas. Tiene dos motivos, el primero, la economía. Sabe que meterse en temas como ese que tienen que manejar profesionales de la ley, precisa de recursos y él no los tiene. El segundo tiene su fundamento en la religión y su ética (aunque mi entendimiento no lo alcance), el padre le dijo un día: perdónalo. Y así hizo.


Santiago César vive pero no está rodeado de las personas que más le gustaría. De hecho, se siente algo apartado del grupo y no ha entablado grandes vínculos con sus, ahora, compañeros de vida. Santiago César sobrevive. Él sabe lo que tiene y él sabe lo que le espera. 

Mientras tanto, piensa en cambiarse de hogar y pretende vivir lo que le quede de vida en una residencia de ancianos. Como un anciano más. Sin marginación social como al que acostumbran las personas que padecen sida. Burlándose así de las circunstancias. Y de la realidad.

Santiago César, de 77 años en su casa de la Fundación Eudes (Silvania).

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