jueves, 12 de febrero de 2015

Ciudad Desorden



Cinco carriles. Pero esto sólo para los que saben contar y los que saben respetar. Porque luego están esos vehículos que parecen ver siete. O nueve. Entre el medio del medio también caben. Buses por el andén. Aquí no importa la preferencia. Ni tampoco la intermitencia. No hay respeto al volante sino filosofía ortodoxa. Deben enseñarlo en las autoescuelas. La intuición te la conceden luego junto con la licencia. "Hay que dejar el corazón en casa", escuché a un taxista no hace mucho tiempo.  Malabares en los semáforos y ni un paso de cebra. Socavones por la acera y cráteres por la carretera.
Trancones. Trancones. A todas horas trancones. A pesar de las medidas preventivas que un día inventaron. Parece llamarse ‘pico y placa’. 'Pico', por las horas pico (punta), y 'placa' según el número de matrícula. 
Siete horas al día donde el tráfico está limitado a los coches según la terminación de su particular "DNI". Los días pares unos. Los impares otros. Qué tontería. Qué discriminación. Como si las urgencias entendieran de números. Todos los vehículos tratan de correr a casa de la misma forma que lo hace un adolescente que rumbea con hora de vuelta. Si no, castigo. Y quién quiere un castigo pudiendo obedecer. Si total, por oportunidades que no sean ¿no? Fluidez de transporte público para llegar puntual. Já. Y sobre todo, inteligencia. A ver quién es el listo que entiende las placas ‘informativas’ de los buses. Números desordenados. KR. AC. AK. ¿AK? Con las dos siglas primeras me basta, gracias. Con las busetas no hay problemas porque paran donde quieras. Eso sí. No vayas a descuidar tus pertenencias. No saques el móvil y mucho menos la cartera. Tampoco te pongas cerca de la ‘puerta’. Esa que siempre va abierta. Porque si te descuidas, alguien te avienta.
Si crees que la mejor decisión es coger un taxi, preocúpate antes de mirar bien la hora. En las pico, un taxi puede costarte 17 llamadas, 13 peticiones por aplicación, y 55 minutos. Ah, y algunos cuantos miles de pesos, pero  bueno, en ese momento es lo de menos. Nada vale más que tu tiempo.

Unos fondos económicos en un saco roto. 
Una necesidad sólo en mente de los sufridores. 
Un proyecto de metro cerca de la realidad. Perdón. 
Irrealidad. Quise decir irrealidad. 

Sostenibilidad urbana. Cobertura en servicios públicos y orden, ¿Bogotá? ¿He oído Bogotá? Nah, que tonterías…

lunes, 9 de febrero de 2015

Luna de Bogotá

Apenas diez dias. 
Vivir a la deriva. 
Dolor de pies. Olores extraños. Gente distinta. 
Casa tras casa. Piso tras piso.
Lugares desconocidos. Sitios raros.
Acento. Clases. Compañeros.
Caos. Tráfico. Locura.
Motores. Trancones. Claxon. 
Busetas. Carros. Carretas.
Inseguridad. Perros policías. 
Prudencia. 
Prudencia.
Otra vez prudencia.
Lluvia. Sol. Y cerros.
Horas de más, horas de menos.
Fruta y pesos.
Celular y parqueaderos.


Diferente. Ahora que te miro, luna de Bogotá, sólo te quería decir que estoy viviendo algo diferente.

jueves, 5 de febrero de 2015

Tan lejos y tan sola

Pocas cosas me han sido tan difícil de explicar pero esta es una de ellas.

Ahora mismo voy en un avión. 
De esos transatlánticos. 
De esos que te ponen mantas
y cojines parecidos al papel. 
De esos en los que la gente se descalza y cierra las ventanillas burlándole al sol que está ahí fuera, porque llevan 5 horas de vuelo, y aún quedan las mismas.
En la pantalla que tengo de frente, justo en el respaldo del asiento delantero, aparece una ilustración en movimiento. Algo así como medio mapa mundi con un pequeño avión que desprende una línea roja, manchando el mapa, dibujando el recorrido y la información (in)necesaria.
A trece mil metros del mar. A menos 60 grados. Debo estar en la troposfera. O en la estratosfera. Cruzando el Océano Atlántico, que por cierto, de charco, no tiene nada.
Con una sensación extraña. 
Sin saber por donde empezar. 
Sin saber por donde acabar, 
más que a diez mil kilómetros de casa. 


El miedo es humano. 
Los adjetivos que siento parecen pisarse los talones, algunos casi, llegan a sobreponerse.
A lo divertido le acompaña la incertidumbre, y a la aventura cierto peligro.
¿Dónde queda la voluntad limpia de aquel día que acepté? Las ganas no faltan.
Las emociones me hablan, en código morse. 

Y yo, sin ser capaz de descifrarlas.