Creo que pocas veces, por no decir nunca, había sentido tal conexión con la naturaleza.
Física, mental y espiritual.
La Amazonia es respirar tranquilidad y sentir la calma. La Amazonia es llenar de colores los ojos y de sabores el paladar. Oler a río y humo de cabaña. Tocar hojas extrañas, empaparse en barro, pintarse con jagua y llenarse las uñas de mierda. La Amazonia es dormir con la música que nos regala, escuchar la inmensidad de faunia animal y no menos la vegetal. Es luchar con armadura y acabar perdiendo la batalla con los mosquitos. Es bañarse sabiendo que te rodea una diversidad marina que acojona. Es pescar pirañas y comer caimán.
La Amazonia también es retroceder en el tiempo y ver que las comunidades que lo habitan, viven. Del verbo vivir, conjugación supervivencia. Producen para vivir y no viven para producir. Feliz. Con su calma y la calma. Sin más preocupaciones que la del calentamiento global y climático. Que no es poca. Porque su razón de ser y estar es el gran río Amazonas, el segundo del mundo, y el que cada año, con las subidas y bajadas sorprende casas y negocios de familias que lo tienen todo ahí; al ras. Comunidades indígenas de ticunas y yaguas -entre otras- que procrean sin límites, llenando los caminos de sus aldeas de inocencia, alegría y humildad.
El Amazonas es ver con los ojos bien abiertos y es dejarse llevar por las lianas de lo natural.
Maravillas que nos ofrece mundo, paraíso que nos da la Tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario